jueves, 13 de diciembre de 2012

La playa vacía






Ahí viene un hombre. Está llegando con una valija en la mano. No es una de esas grandes para viajes, no. Es una valija como de esas que usaban los estudiantes hace unos treinta años o más. Viene caminando lento y con la mirada atenta hacia esa chica que anda por allá, sola, cerca de la orilla.
El hombre lleva puesta una remera blanca con una tabla de surf roja estampada en el centro, pantalones largos de algodón color azul y ojotas que una vez fueron blancas pero que ahora están teñidas de manchas marrones o negras por el paso del tiempo, de la tierra y de vaya uno a saber otras cosas. Tiene el pelo largo, o lo que le queda de pelo está largo mejor dicho, porque por delante hay bastante poco. Puede cualquiera al verlo, dar cuenta a primera vista de que en ciertas partes de la cara hay barba de algunos días y en las partes restantes no. Tal vez haya sufrido heridas que ya no le permiten crecer al pelo en esos lugares. Debajo de la barbilla, otro poco en el costado izquierdo del labio superior, una patilla más larga que la otra... en fin. Los ojos son de un verde profundo. Ojeras profundas los rodean como una cerca construida hacia abajo o como una fosa llena de agua con cocodrilos que andan por ahí, hundidos hasta los ojos y esperando que alguno se atreva a cruzar a nado. La sonrisa llena de espacios vacíos se nota porque el hombre viene con la boca abierta como en un momento de esos en los que uno sonríe por sorpresa o exaltación repentina. Las manos, una abierta con la esperanza de percibir el deseo y tomarlo por sorpresa y la otra sosteniedo la valija bien apretada. Como si se le fuera a escapar algo.
La mujer anda sola y se encuentra ahí pensando sin llegar a ninguna conclusión, acerca del porqué en algún momento fué abandonada. Sabe en su interior, aunque todavía no puede verlo, que las cuestiones que involucran al amor no responden a ningún porqué. Cubierta por una frazada con un motivo de cuadrados pequeños de distintos colores, lleva debajo una polera gris como el cielo de ese momento, jeans azules y zapatillas negras. Sus brazos están cruzados y sosteniendo la frazada que le trae, y es al menos eso, la sensación de abrigo, de amor de primavera. Mira con ojos que parecen vacíos al horizonte y tiritan sus labios finos al ritmo del ulular del viento sobre las pequeñas olas que terminan a pocos metros de la orilla.
El tiempo va a ser bueno, pero faltan unos minutos para el nacimiento del día y ayer llovió. Todavía no despeja completamente, ni el sol dió la cara al mar que habita por estos parajes. 
Salvo por estos dos, no hay más que un perro sin dueño por allá lejos. 
El hombre está a medio camino entre el comienzo de la playa y la mujer. Recuerda que cuando niño esa misma playa lo había dejado casi muerto. Y ese mar no se lo había tragado pues al final se había compadecido. Y por supuesto, pensó inmediatamente después, que no había sido el mar, ni esa playa lo que casi lo había matado y tragado. No. Era este recuerdo, antes vivo, antes actual, que habita un hombre que este hombre de hoy llamó padre alguna vez. No quiere pensar en eso, porque no quiere pensar en él. Entonces vuelve a lo que lo lleva a caminar de nuevo por este lugar y la ve otra vez y se acerca. Intenta olerla. El hombre tiene unas fosas nasales exageradamente abiertas y su intento de olerla es apenas una burla para si mismo. Siempre bromea con que sus fosas nasales son para oler mejor. 
Se le escapa una sonrisa de niño, casi inocente, que no concuerda con esos espacios vacíos en su boca pero que puede parecer tal cosa.
Ella también está recordando, pero sus recuerdos la llevan hacia lugares más felices. Está recordando al amor vivo, al amor libre y de luces brillantes que hasta hace poco la acompañaba en la vigilia y en todos los sueños. Es ahora, en este tiempo, cuando siente que está muriendo. Y no está muriendo, claro que no, pero lo siente. 
Sigue pensando en el repentino abandono, no puede dejar de hacerlo. 
Al final de un abrir y cerrar de ojos que prolongó más de la cuenta y un respirar profundo que piensa que puede relajarla, mira el horizonte y ahí sí, entonces sabe que no hay porqués para esto que es el amor que se va, pero se contenta sabiendo que tampoco hay porqués para el amor que pueda venir. Eso la consuela un poco aunque el duelo va a durarle. Lo siente.  
El hombre la alcanza y se para a un lado. Ella solo lo mira, apenas de reojo, y vuelve a lo que estaba haciendo. Nada a simple vista. O nadando con la vista, como se quiera ver desde afuera. Las dos aproximaciones casi están bien.
El hombre se arrodilla apoyando las puntas de los pies y descanzando sus glúteos sobre los talones y le sonríe. 
Extiende una mano hacia ella como regalando una invitación de manera gentil. Con su otra mano, mientras tanto, abre la valija.
El día está naciendo ahora. Se lo puede ver al sol comenzando su desfile de rayos esperanzadores en este lado del hemisferio. 
Las cosas pueden salir bien, piensa ella. 
Él hombre mira el nacimiento de aquellas luces. Las cosas pueden salir bien, piensa también.
La valija se abre por completo. Ofrece cierres muy extensos que permiten que se abra de par en par. Es un muestrario de perfumes. 
Los acerca cuidadosamente hacia el campo visual de la chica y le ofrece comprar uno de esos perfumes. Espera en silencio.
Unos segundos después ella da vuelta la cara para mirar la valija. Luego lo mira a él y le dice, no tengo para quien usarlos, gracias.
Uno siempre puede usarlos para quien pueda venir, le responde el hombre luego de una breve pausa.
Ella sonríe un poco torpe. 
El también sonríe. Y también esa sonrisa carga un poco de torpeza.
No traigo dinero encima, dice ella. 
El hombre le responde, ¿cuanto importa el dinero cuando a las primeras luces se ofrece una sorpresa?. No importa nada, es un obsequio.
Ella le da las gracias con una sonrisa que ya no denota torpeza y que a la vez es complacida y sincera. Estás usando alguno?, le pregunta. 
Hay algo imprevisto y aunque poco perceptible en el hombre. Hace un silencio y la mira. La sonrisa entonces se le transforma ahora en otra sonrisa. Y no es lo mismo, y ella se da cuenta porque lo está mirando a los ojos, y los ojos también cambiaron en su forma de mirar, y siente como se le eriza la piel y siente  miedo.
Nunca, le responde. Pero está bien, no son para usar, termina de decir.
Hace silencio. 
Ella traga saliva y frunce las cejas, y entonces siente el impulso y amaga apenas con un gesto a levantarse.
Antes de que pudiera empezar a incorporarse, todavía sentada en la playa y abrigada con la frazada, el hombre le acierta una violentísima trompada al mentón. La mujer cae de costado como árbol que ya no puede sostenerse. Él abre sus piernas y se sienta de un salto sobre el abdomen de la chica, y ahí es cuando da algunos golpes extra como para cerciorarse de que no va a tener dificultades. Ella ya no intenta una defensa eficaz, de hecho fué tan sorpresivo todo que ni por un segundo logró defenderse como debiera. Cuando estuvo al borde de la inconsciencia, el hombre la tomó por los pelos y la arrastró por la arena hacia el médano más próximo cubierto de matorrales. 
Ella no gritaba, no pretendía soltarse. Sabía que no iba a poder. Estaba aturdida, demasiado, y en la línea que separa la consciencia de la inconsciencia. 
Atrás había quedado la frazada. Gracias a esta, y al rastro sobre la arena podrán encontrarla. Este día la marea no sube a borrar nada y el viento anda calmo.
El hombre llegó a su casa cerca del mediodía con la sonrisa nueva y el espíritu cansado. 
Se recostó en un sillón cubierto de ropa sucia y durmió.



1 comentario: