lunes, 11 de marzo de 2013

Uno de la escuela






Nunca pude olvidarme de Paja Cuellar. 
En realidad, me olvidé durante mucho tiempo y durante muchísimos ratos, pero nunca me lo saqué de la cabeza completamente. 
No es porque me haya dejado alguna huella positiva e imborrable, no. Creo que lo que me dejó es la sensación de que ningún chico entrando en la adolescencia debería ser como él. 
Tal vez lo tome de ejemplo para educar a mis hijos de manera tal que no se parezcan en nada a ese chico que conocí una vez.
Y en realidad, él no tenía la culpa. Era un pibe que como casi todos a esa edad  vienen con lo que traen puesto desde casa.
Y para seguir contando tengo que contar como era él porque sino no se entiende nada. 
Paja era un pibe raramente extrovertido pero a la vez con todas sus verdades en secreto. Que se lea, una persona de esas que te hablan como si supieran la verdad universal de la existencia pero que jamás te ponen un ejemplo personal como para darte a entender las cosas simplemente porque no pueden. Y si lo hacía era mentira, y te dabas cuenta cuando en sus historias entraban fantasmas o extraterrestres o cuando el podía saltar más de dos metros para salvar la vida de su vecina Rita la suicida y que de hecho, según él, salvó más de una vez. 
Paja entonces y entre tantas otras cosas, era de lo más mentiroso y jamás de los jamases decía una verdad, o si la decía no se notaba porque quedaba oculta entre líneas.
Yo durante mucho tiempo pensé que era así porque la realidad no le daba como para andar alardeando de ella pero terminé por saber, años más tarde, que si la realidad no da, mejor callarse la boca.
Paja, además, era desagradable con las chicas. Lo que menos hacía cuando intentaba regalarles un piropo, era regalarles un piropo. Siempre terminaba diciendo guarangadas indescriptibles.
Paja Cuellar era una persona fea por donde se lo mire. Escupía en clase, siempre olía mal, se movía raro. En fin, a cada momento uno podía encontrar algo que motivara el no querer acercarse.
Fisícamente tampoco era gran cosa. Flaco, muy flaco, petiso, bastante morocho, de manos muy chicas, casi encorvado, la boca como fuera de la cara, siete u ocho muelas menos, que en esa boca se notaba y mucho. 
Cuando hablaba se le escapaba la saliva por las comisuras, cuando se reía se le escapaba el aliento que hasta tentaba al diablo de salir rajando, y cuando puteaba por algo era todo junto, escupir, largar aliento fétido y palabras encontradas en los más grandes basurales.
A Paja le decíamos Paja por dos motivos.
El primero era por el aspecto físico. Una paja de escoba. Quemada, pero paja al fin. Nada más y nada menos.
El segundo motivo era la necesidad imperiosa que tenía constantemente de recurrir a la masturbación como descarga espirítual de la energía.
Muchas veces a la mitad de la clase pedía permiso para ir al baño a masturbarse con la excusa de dejar en libertad alguna necesidad fisiológica como ser, orinar. El pedía, -Profe, puedo ir al baño? -y si lo decía con una sonrisa era seguro que iba a frotarse la humanidad. Lo hacía sobre todo en la clase de Geografía, uno porque la Geografía nos parecía a todos aburridísima, y otra porque la profesora de Geografía era joven y muy linda y entonces, Paja, no podía evitarlo. 
Hay muchas historias de Paja en ejercicio masturbatorio pero en esta historia no vienen al caso.
Paja Cuellar, tenía con las chicas una suerte, que dada las condiciones que mencione arriba, era increíble. Y es que el flaquito feo, desagradable y mentiroso, era comprador. Además, las chicas de esa época y de esa edad eran propensas a creer las historias fantásticas que un mentiroso graduado con honores podía ofrecerles por más de que le faltaran dientes o le sobraran groserías. De hecho, las chicas de esa edad siempre fueron frecuentemente dadas a creer lo que un buen mentiroso pueda llegar a inventarles. Por eso es que hay que cuidar, en este sentido, más a las hijas mujeres. Porque ellas, llegando a la adolescencia, todavía saben creer muchas historias fantásticas.
Como dije, el desagradable, tenía suerte con las chicas. Y uno de mis mayores temores se hizo entonces realidad. Paja se levantó a mi hermana.
Mi hermana es un año y medio más chica que yo, y en ese momento ella era como todas las otras chicas. 
No me molestó que ella besara a un chico y que haya sido una de las primeras veces, pero sí que fuera a besarlo a este pibe, porque de verdad no era para ella. Y juro solemnemente y con la mano en alto que todo lo que vengo diciendo de Paja es así, y que no está manchado por el resentimiento ni nada que tenga que ver con el hecho de haber besado a mi hermana en repetidas ocasiones. Tengo testigos que pueden testificar a mi favor. 
Por suerte después de un tiempo corto mi hermana se dió cuenta por gracia y consejo de una amiga de lo que estaba haciendo y lo abandonó.
Lo último que quiero recordar por ahora de Paja es de cuando lo fajó uno de los de sexto año. Día que también fué el último de Paja en la escuela.
Paja solía comprar revistas pornográficas. Muchas. 
Nadie sabía de donde sacaba la plata pero nunca se lo preguntamos quizá por miedo a encontrar en su respuesta una realidad que hiciera más nefasta a la realidad que ya conocíamos y que de hecho no admitía más grises ni negros ni nada que siguiera restando.
El hecho es que compraba muchas.
Paja siempre llegaba temprano al colegio y antes de la primer clase nos mostraba algunas de las fotos de sus preciosas revistas. 
Que él fuera el dueño de las revistas le asignaba un reinado que lo hacía importante al menos en lo que duraban esos ratos.
Nosotros nos formábamos en ronda para ver semejantes maravillas y él hundido en el regocijo que le provocaba tener el poder.
Un día en uno de los recreos creo que de la primer hora se le acercó un pibe más grande, que después supimos que era del último año y que ya había cumplido los dieciocho, y le empezó a decir a los gritos que era un atrevido y que como se le ocurría a un pendejo de mierda como él hacer eso, y en medio de todas las cosas que le decía le iba pegando cachetazos como haría una madre enfurecida y enceguecida a un hijo en las últimas, pero con más fuerza. Paja intentaba cubrir su cara pero el del último año seguía dándole y si no podía en la cara se la daba en la cabeza o en los brazos flacos y descubiertos de Paja que a esa altura era un bollo. 
Cuando hubo terminado se fué no sin antes tomar la mochila de Paja, e ir vaciándola mientras a cada una de sus cosas las revoleaba lo más lejos que podía. Incluso las cuatro o cinco revistas que llevaba siempre guardadas en su mochila y que eran sus favoritas. A cada revista tomada, el del último año le gritaba que era un pendejo pajero y que todos en el colegio tenían que saberlo, y que además era un ladrón. Ahi sí, terminó y se fué.
Lo que había pasado fué que al parecer Paja robaba las revistas de un puesto de diarios cerca de la estación y en el cual trabajaba un hombre al que estaba volviendo loco una o dos veces a la semana, robando sus revistas mientras el hombre acomodaba los diarios del día. Hasta que ese día le salió mal. Paja se acercó por atrás del puesto como lo había hecho todas las veces que llegó a tomar sin pagar, pero esta vez el hombre lo estaba esperando y lo sorprendió tomándolo del brazo y reteniéndolo unos segundos como para asustarlo. 
El hombre lo reconoció, porque Paja no siempre le robaba. A veces Paja pagaba el diario, o alguna revista de moda de las baratas, como para relojear con tranquilidad cuales eran las revistas pornográficas más fáciles de llevarse con una corrida. Y pasó que su hijo, el del último año del industrial, ayudaba a veces al hombre antes de ir al colegio y había visto a Paja comprar un par de veces. Entonces el hombre lo reconoció, y luego se lo contó a su hijo, y el hijo lo vió en el colegio y lo llenó de cachetazos y le hizo pasar una verguenza grandísima.
Paja en ese recreo, después de la paliza, se quedó solo y llorando. Y cuando sonó el timbre enfiló para el aula con la cabeza gacha, sin despegar la vista del suelo y colorado como yo pensaba que a un morocho jamás se podría ver. Es que se había puesto tan pálido que se le notaba la verguenza en la humanidad misma.
Pasó la última clase, la de Matemáticas, y Paja se fué. 
Y no vino nunca más. 
A mi me dió una pena terrible. Me acuerdo y me lleno otra vez de esa misma pena que sentí en aquel momento pese a todo lo que era Paja en su esplendor del desagrado. Porque no era su culpa, porque era solo un pibe mal enseñado, porque las malas las podemos pasar todos y algunos ser más suceptibles que otros y no poder evitar caer en las mismas trampas de la vida en las que cayeron los que les enseñan.
En el fondo no era mal pibe. Pero viste?, no todos cargan con el mismo peso.



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