jueves, 21 de febrero de 2013

La nena que vomitaba sueños





Durante mucho tiempo soñé con ella. O mejor dicho... empiezo de nuevo.
Ella me hizo soñar durante mucho tiempo. Ahora sí.
Hace bastante años soñaba siempre. Y con soñaba siempre quiero decir que lo hacía todos los días. Hoy afortunadamente sigo soñando aunque no todos los días.
Los sueños siempre empezaban igual. Siempre aparecía una nena.
Al acostarme era mi costumbre prender la tele y fumarme un cigarrillo, antes de quedarme dormido. Más de una vez me desperté saltando del susto porque ese último cigarrillo del día caía arriba mío y me quemaba. Y es que me dormía antes de tiempo, claro. Tiempos violentos y agotadores. Menos mal que de noche andaba ella cerca mío de alguna manera, y por suerte quedarme dormido con el cigarrillo encendido nunca trajo más problemas que el de quemarme apenas alguna parte del cuerpo. Si nunca se cayó sobre las sábanas y se prendió todo y me mató, fué porque la nena me cuidaba. De eso estoy seguro, o quiero estar seguro de eso, que es lo mismo.
Lo que quiero contar entonces, es lo que pasaba después de quemarme, saltar del susto y volver a acostarme para al final terminar dormido.
Como les dije, soñaba siempre. 
Ella aparecía sentada y mirándome fijo, a veces seria y otras sonriente. 
Siempre aparecía sentada en una silla de madera con el asiento de paja, de esas viejas que usaban las abuelas o bisabuelas y que duraban cien años.
Nunca se quedaba quieta, de hecho gesticulaba mucho o se movía mucho pero nunca se levantaba de la silla. 
Me sonreía, se reía, me miraba seria, confundida, preocupada, alegre, me sacaba la lengua, se cruzaba de piernas, me hacía puchero, abría mucho los ojos, apoyaba su mentón sobre alguna de sus manos con el codo sobre las piernas cruzadas. Siempre algo distinto, pero siempre mirándome. 
Yo sentía que la forma en la que me miraba y la forma en la que yo aprendí a mirarla era pura, de amor. 
Ella me daba la sensación de estar acompañándome todo el tiempo, inclusive cuando despertaba y tenía que salir a la calle a vivir el día. 
Pensaba en la nena como si fuera un ángel, porque en realidad lo era.
Debía tener algo así como once o doce años. Tenía el pelo castaño largo y muy lacio y le caía sobre los costados de la cara que tenía ojos muy grandes, nariz pequeña, y una boca perfectamente ubicada y que dejaba salir una sonrisa que  encandilaría a cualquier bestia. Sus manos eran hermosas, las más hermosas que vería jamás.
Me miraba durante lo que yo suponía que era mucho tiempo y yo no quería que desapareciera nunca aunque al final lo hacía.
Después de un rato, ella cambiaba de repente. Su postura se establecía perfectamente erguida y ponía su mano izquierda sobre la boca de su estómago. Empezaba a sentirse mal, a sentir náuseas, y yo preocupado y sin poder hacer nada que le calmara el malestar. De repende en el impulso reflejo de su cuerpo se inclinaba hacia adelante, abría la boca y vomitaba. Era entonces cuando su vómito caía en cascadas de colores y se inundaba todo. Ella desaparecía detrás de ese multicolor. 
La nena vomitaba y todo se llenaba, como dije, de colores, y esos colores iban formando paisajes y figuras que empezaban a interactuar conmigo. Ahí llegaban los sueños. Ella me regalaba esos sueños.
Durante un tiempo no me hice preguntas. Creía que en mi interior había creado a alguien que me acompañaba y me daba algo bueno en este mundo de locos malos. Estaba seguro de que la nena, que después de un tiempo comencé a llamar Lucía, era una parte de mí que surgía como una manera de  consolarme y de formar alegría para contrarrestar la tristeza.
Un día me levanté y salí. Era primavera y me senté en un parque antes de llegar al trabajo. La noche anterior Lucía había hecho algo que nunca antes. Besó su mano, la extendió hacia mí y sopló. Y su beso me llegó como brisa, como esa brisa en aquel parque. Fué entonces que la vi sin haberme quedado dormido. 
Estaba corriendo, pegando saltos cortos en la parte de juegos y de repente se quedó quieta, dió media vuelta para mirarme, sonrió, y salió corriendo detrás de un árbol. Logicamente corrí en su dirección, pero cuando di la vuelta al árbol no la encontré. Me angustié mucho y lloré mucho, y hasta llegué  a pensar que me estaba volviendo loco, pero después de varios días y de mucho pensar en aquella mañana llegué a la conclusión de que solo había sido una ilusión, un engaño de mi cabeza del que no debía preocuparme porque la verdad es que solo andaba desesperada por percibirla en la realidad.
A partir de ese día seguí soñando. En realidad, Lucía seguía vomitando sueños para mí, pero también a partir de ese día y todos los días me soplaba los besos más tiernos. 
Yo amaba a Lucía.
Siempre de colores, siempre las luces del atardecer que me decían que Lucía venía, que estaba a punto de aparecer, que todo ese amor no podía ser más que en mi cabeza. 
Lucía era luz, era espacios repletos de juegos, ternura y las sonrisas más verdaderas y emocionantes.
En un momento del que no tengo registro, lo único que quería era que llegase la noche para ir a dormir y poder verla de nuevo. Hubo días en los que no fui a trabajar para dormir el mayor tiempo posible y otros en los que por la misma razón me acostaba sin comer. De hecho, como la veía a Lucía solo al rato de haberme dormido y hasta que me vomitaba los sueños, me ponía el despertador cada dos horas, para verla varias veces en una sola noche. Solo quería pasar tiempo con ella.
Un día la vi de nuevo. Había salido del trabajo y caminaba por la calle Viamonte y hacia el subte que me dejaba en mi casa. Pero esta vez la vi de verdad. 
Era una foto. Una foto de ella. Había en un centro cultural una muestra de fotos y la foto del cartel de afuera era una foto de ella tal cual aparecía frente a mí cada noche. Era definitivamente Lucía. 
Interrumpí al primero que pasó por al lado mío para preguntarle si él podía ver esa foto que yo estaba viendo y me dijo que sí, y le pregunté que era, y me dijo que era la foto de una nena y que era parte de una muestra de fotos.
Corrí hacia adentro, busqué desesperado el salón en el que estaba la muestra, pagué la entrada y por supuesto, entré.
Ahí estaba, toda ella desde su nacimiento y hasta un tiempo indeterminado. 
Confundido me paré en el medio y dando vueltas iba mirando. Cada tanto tenía que secarme los ojos, porque las lágrimas no me dejaban seguir. 
No sé cuanto tiempo habrá sido. Estuve así hasta que una mujer se acercó y me preguntó si estaba buscando a alguien. Le dije que no, que solo quería ver a esa nena y darle un abrazo. No pensé en lo que estaba diciendo ni a quién se lo estaba diciendo, entonces le dije que amaba a esa nena.
-Es mi muestra de fotos. Las fotos son de una amiga, me dijo la mujer que cuando miré no pude reconocer. Se llama Lucía.



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