El miedo nos revela, nos deja desnudos y abrazándonos a nosotros mismos en posición fetal y llorando.
Hay quienes no pueden con el miedo a cuestas.
Hay quienes sufren hasta lo último sin aprender a llevar adelante su vida solo por tener miedo.
Algunos que no quieren ver al señor Miedo miran alrededor igual, por las dudas, no sea cosa de que quiera aparecerse por ahí dando la vuelta a la historia de nuestra vida y se lleve todo.
El miedo siempre nos presenta a la muerte.
Algunos llevan sus miedos al frente y para hacerles frente como quién abraza la naturaleza humana y la entiende.
Quién no lo hace todavía, que vea lo que le pasó a esta gente:
Que se sepa que a veces los miedos son tan inevitables como ridículos.
Emanuel Castro tenía miedo a las baldosas flojas y a los mosquitos. No podía evitarlo. Emanuel debía caminar siempre por la calle y casi que era considerado un obsesivo compulsivo pero no, él tenía miedo nomás. Si pisaba una baldosa floja, entiéndase, cualquier inmundicia del mundo de las bacterias o de los virus podría entrar en su vida para arruinarla completamente y hasta la muerte. Una vez lo atropelló un auto doblando la esquina y estuvo internado varias semanas pero a él no le importaba, mejor un accidente que podía curarse que la muerte por enfermedad bacterial o virósica.
Emanuel todos los sábados, como fanático religioso, antes de irse a trabajar tiraba en su casa una pastilla de gamexane y nada importaba el hecho de que no pudiera entrar por dos días, él entraba igual a la tarde y vaciaba la mitad de un envase de insecticida para librarse de los putos mosquitos que podían llegar a lastimar su piel.
La conducta repetitiva y absurda de Emanuel logró por si misma, enfermarlo. El gamexane y el insecticida hicieron su trabajo hasta con él mismo.
Murió intoxicado una mañana de sábado en la que encendió la pastillita y no salió a trabajar porque era ese, un día feriado.
El miedo también puede llamar a que pase de verdad lo que tememos. Es como llamar por teléfono a un amigo que no querés ver nunca más, por compromiso en el día de su cumpleaños sabiendo que él todavía quiere pasar el tiempo con vos. Si lo llamás, el va a pensar que la amistad perduró en el tiempo y sacártelo de encima otra vez va a resultar tarea difícil.
Pablo Ferrari le tenía miedo a la muerte y se cuidaba tanto pero tanto que no salía nunca de su casa. Empezó a tener miedo a la muerte luego de verla en un carnaval llevándose a un niño. Lo que él nunca supo y no logró o no quizo entender fué que la muerte era un hombre disfrazado que estaba jugando con su hijo.
Eso no importaba en realidad, lo importante es el click que eso generó en su cabeza respecto de las ideas acerca del abandonar este mundo.
No quería tocar nada, ir a ningún lado, pensar en hacer cualquier cosa le daba la sensación de que podría acercarlo inevitablemente a la muerte.
Un día vió que había pasado demasiado tiempo y no había muerto. Decidido, salió de su casa sin miedos y con la mejor de las sonrisas a ver el sol.
Quisieron robarle, el se asustó tanto que tiró un manotazo. Lo mataron.
Enamorarse es un dolor placentero, casi masoquista. Enamorarse podría ser también un "sufrimiento amoroso obligatorio como lección de vida en el que todas las veces se vive como primera vez".
Daniel Cosciutto le tenía miedo al amor. En realidad a lo que le tenía miedo era a enamorarse. Cada una de sus relaciones las terminaba en cuanto empezaba a sentir las mariposas del amor y trataba de vomitarlas metiéndose los dedos del olvido apenas pudiera darse vuelta.
Daniel era un hombre sensible y se enamoraba de toda mujer que se le acercara con la intención de robarle un beso. Era tan así la cosa que siempre pasaba lo mismo: besaba a una mujer por primera vez y salía rajando para el otro lado. Nunca pudo dar un segundo beso, ni hablar de acariciar una mejilla mientras se cruzaban las miradas del primer amor y mucho menos hacer el amor.
La causa de la muerte fué múltiple: por un lado fué culpa del sindrome del corazón solitario y por otro, del sexo y la virginidad, o sea, el corazón roto y la pistola que jamás llegó a disparar hacia un objetivo claro.
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