lunes, 5 de noviembre de 2012

Los juegos





A veces cuesta un poco mirar el pasado sin referir la atención a las marcas de siempre porque va cuesta arriba, y está lleno de piedras. A uno a veces lo tienta la idea de salir rajando de los pensamientos. 
Vaya uno a saber porqué las cosas pasan como pasan y se encuentra el sentido más tarde y aunque se diga que puede ser también más temprano. Se puede salir a jugar un rato si uno se siente solo. Uno de mis problemas o no, todavía  no lo sé tal vez porque no siempre sea de la misma manera es que no sé salir a jugar por los años sin terminar en el fondo revolviendo todo, casi a punto de caer desmayado por la falta de oxígeno. Me lleva la razón de ser hoy en el ayer y me encuentra el sinrazón de ser ayer ahora mismo. Las contradicciones inevitables de vivir en uno mismo. 
El pasado es un barrio que se fué, que se murió en cuanto desaparecimos los que lo hicimos. Ese barrio es espíritu colectivo que cambia de a ratos, y es otro barrio. Como el nuestro, que lo hicimos nacer barrio nuevo a mediados de los Ochenta.
Acordarme en este sillón y con este vaso casi vacío que da la pena de muerte y reclama la vida. Ja!, hace falta que la botella la traiga al lado mío en esta mesita de mierda llena de ceniza y un cenicero desbordado. 
Pensaba en los recuerdos, ¿es que se puede pensar en otra cosa?. No sé si se puede, por ejemplo en el futuro que sería más como la imaginación armando una realidad que todavía no es, o simplemente pensar en el ahora pero no, porque ahora pasa y hay que actuar. Ahora se hace ahora. Se puede pensar en hoy como una reflexión ponele, pero en realidad no es pensamiento libre sino una reflexión como acabo de decir, condicionada, y sin la intención de caer en una frase redundante. 
Pensar, pensar, se piensa en lo que pasó. 
La vida es confusa y sale a tendernos un trampa en la que no sabemos lo que es cuando tiene que ser y lo que no es cuando no debiera ser. 
Estando solo como ahora que estoy solo, el silencio y la memoria pintan de colores o de blanco y negro lo que fué hace veintipico de años. 
Solo hoy me quedé solo. Los que viven la vida conmigo salieron y yo preferí quedarme. Creo que lo que pasó fué que hoy cerca del mediodía cuando salí a sacar la basura los vi a esos pibes con la pelota y marcando los arcos con cascotes en la calle y me cayó el peso de lo pasado y me noqueó, o no me dejó pensar más que en él mejor dicho, porque eso de noquear sería más para el desmayo y esto más que desmayo es una atadura del alma, un secuestro del que solo voy a lograr liberarme si resuelvo las cosas. Tal vez nunca.
Uno cuando está acompañado no recuerda tanto las cosas que pasó sin esa compañia con la que se encuentra. Uno no se acuerda como el gordo Alfredo le reventó de un cascotazo el vidrio de la ventana de la casa a la vieja culo roto de Doña Estela mientras besuquea a su novia, o mientras enseña a su hijo a trepar a las sillas para que no se estrole contra el suelo por no haber aprendido como hacerlo.
Entonces hoy, preferí quedarme solo y de paso cañazo arreglar un par de cosas en la casa. 
Me acordaba del barrio que hicimos con los chicos y de nuestros juegos y de nuestras desgracias de hogares con moretones. Está claro que a la final eso de hacer cosas en la casa me quedó para la próxima no? 
Nuestra infancia fué una sucesión de momentos al palo casi todo el tiempo. Por un lado teníamos nuestras aventuras que si no eran tan tremendas, nosotros las sentíamos así y a veces hasta podíamos hacer que fueran realmente así. Por otro lado, todos estábamos tocados por el cielo gris y despiadado del invierno que era la familia. A veces más, a veces menos. Eso era algo que nos unía a todos y nos hacía mejores amigos. Pertenecer a un grupo que pasa por las mismas experiencias que uno mismo o al menos parecidas, da una sensación de compañia que también abarca en el sentimiento de angustia e incertidumbre que todo chico carga por motivo ajeno, o simplemente por el hecho de ser niño y tener demasiadas preguntas sin atender por la inexperiencia de no saber. No sé quién dice que ser chico es fácil.
No recuerdo demasiado la era feliz, aunque si las sensaciones y esa pulsión de infante de ir para adelante sin medir consecuencias y siguiendo cualquier idea que a cualquier amigo pudiera ocurrírsele. 
La memoria debe ser un recuento de bolitas que se van perdiendo, mientras que las que quedan se abren a los detalles de la vida con ellas y habando de bolitas, nosotros teníamos la mejor cancha de bolitas que conocí en la vida entera. Linda como ella sola. La que apisonábamos, la barríamos, la corregíamos según la necesidad... 
Después de los días de tormenta en lugar de jugar teníamos que trabajar toda la tarde para dejarla a punto nuevamente, pero no nos importaba nada, o mejor dicho sí. Nos importaba mucho. El opi de esa cancha era el mejor del mundo. Estaba ubicado dentro del campo de juego como ninguno!. Habíamos medido ancho y largo del campo y al cabo de un par de cuentas el opi quedó ubicado en el punto justo, con la apertura y la profundidad justa que merece un buen opi.
La cancha era bastante grande como para que puedan jugar al menos 10 jugadores cómodos. Estaba ubicada en la vereda de una vecina a dos casas de la mía y quedaba a la mitad de la cuadra. Entrar a la cancha era participar en el evento deportivo más increíble del barrio.
Nos pasábamos tardes enteras jugando como si el único cielo fuera esa cancha, como si lo mejor en nuestras vidas fuera estar juntos ahí. Y tal vez en ese momento fuera así. 
Mirá que de pendejos éramos tan infantiles como adultos en estado de emoción inconsciente. Y en la infancia siempre se juega en serio y eso es lo mejor que nos pudo haber pasado.
Los juegos en el barrio y en esa época en la que todos los chicos salíamos a jugar en la calle eran siempre los mejores, y era cualquier juego. 
Los vecinos tomaban mate, sobre todo las chusmas. Típico. Vieja de mierda la sucia de enfrente que no me acuerdo como se llamaba. 
A traer la botella y a dejarme de promesas que ni una gota queda en este vaso que ya se parece a carnaval que terminó y quedó solo con jirones de telas solitarias, en alguna esquina sucia de espuma, barro y muerte.
Venga para acá. Ahora si, vayamos a ir por donde íbamos que el día puede ser buen compañero también.
Los hermanos mayores y otros chicos más grandes se juntaban en la esquina a tomar una cervecita y siempre que  andaban por ahí estaban atentos a que nosotros no nos metiéramos en quilombos. Gladys, la del quiosko era una ratona petisa, culona y cornuda tal como lo supimos cuando tuvimos la edad suficiente como para entenderlo pero la queríamos igual, porque además era la mamá de uno de los nuestros.
Los abuelos nos recagaban a pedos del ruido que hacíamos a la hora de la siesta, la mayoría de las madres trabajaban así que por ese lado no había molestias, y las abuelas... unas divinuras hermosas como pocas conocidas hasta el momento. Las hermanitas querían jugar con nosotros y nosotros rechazando ante cualquier insinuación. Que se vayan a jugar a otra cosa no?, a cosas de nenas. Esto es para los hombres nos decíamos a nosotros mismos, y cuando entrábamos a casa las abrazábamos.
Había en el grupo 3 de los mejores jugadores de bolita que conocí en mi vida y eran de esos que cuando jugaban, te partían la bolita casi seguro. Había que tener un cuidado de la San Puta con las bolitas favoritas, de hecho, lo mejor era no usarlas cuando jugabas contra ellos. Los otros 4 estábamos un poco arriba de la mediocridad y nos la arreglábamos bastante bien ante contrincantes de otros barrios.
Era la mejor cancha en varias manzanas a la redonda y ahora recuerdo y vuelvo a darme cuenta: todos los chicos de barrios vecinos querían jugar ahí.
Había dos maneras de que otros barrios jueguen en nuestra cancha y la primera era la pacífica y consistía en retarnos a un duelo. Barrio contra barrio, bolita contra bolita, solo japonesas. Si ganaban se llevaban el derecho a jugar durante una semana, mirá la confianza que nos teníamos!, y pasó 2 o 3 veces eso nomás, pasada la semana, pa’ tu barrio y a tu cancha pibe... y tuvimos una época de gloria, mientras que la segunda era o venir de prepo e intentar sacarnos a las patadas o usurpar la cancha en nuestra ausencia. Este método que usaron algunos chicos de otros barrios varias veces siempre dejaba algún herido ya que por supuesto, nos agarrábamos a las trompadas inmediatamente. Y si no los veíamos y después algún vecino nos contaba, los íbamos a buscar. 
Y el día de la derrota llegó. Vinieron un domingo a media tarde, enterados de la fama que tenía esa gloria de cancha, de una villa a un par de cuadras unos pibes a querer jugar. Estábamos todos (los siete) y por supuesto los retamos a duelo, ofrecimiento que rechazaron de lleno diciendo que iban a jugar igual. 
Cuando nos paramos para discutir nos cagaron a trompadas, y esa tarde jugaron, más no volvieron por suerte. Creemos hasta el día de hoy que fué una especie de a ver quién manda, y ese día mandaron ellos.
Fué todo risas hasta que después de varios años nos encontramos con la sorpresa: albañiles.
La vieja dueña de la vereda había mandado a rellenar con cemento nuestra vieja cancha de bolitas, nuestro cielo en la tierra, nuestro lugar en el mundo, nuestro reinado barrial,  y nos había cagado la vida.
Nos pasamos toda la tarde tomando coca cola y comiendo caramelos palitos de la selva y de esos billiken que creo que eran con gusto a yogur mientras mirábamos al albañil del demonio destruir nuestro mejor logro.
Fué en ese momento que perdimos la inocencia.
Gracias Doña Margarita. Ojalá se encuentre usted en el infierno siviendo de leña para los justos y quemándose por el resto de la eternidad. Y no sé ni porqué estoy mirando hacia arriba, si el infierno supuestamente está abajo. Quemate vieja de mierda! quemate!
Después de semejante pérdida claro,  el deporte que pasó a reinar entre todos los deportes, y la puta madre fué el fútbol. Y claro que no me quedó otra que jugar al fútbol. Y era malísimo, pero tenía buenos amigos.
Este país es futbolero al mango y es inevitable que los pibes jueguen al fútbol hasta en los sueños... y este era el último juego de casi todos los días en mi barrio en ese momento. Como en todos los barrios en casi todos los momentos creo.
Mi viejo era un gran jugador de fútbol, hincha de River hasta 1990, hincha fanático de Lanús hasta la fecha.
Yo, lo mismo, aunque nunca fanático. Un pibe es hincha la mayoría de las veces del club del que es el padre aunque el fútbol no sea de mayor importancia.
Como todo buen jugador que tiene un hijo, él esperaba que yo fuera el crack futbolístico, pero le salió bastante de culo la verdad. Era el peor.
Me encanta desde siempre el fútbol, pero nunca pude evitar ser el peor jugador que conocí. Hasta el gordo dueño de la pelota era mejor que yo.
Al grupo de los siete no le hacía falta buscar a uno para llegar a ocho y estar parejos; yo jugaba tan pero tan mal que daba lo mismo si el equipo en el que jugaba yo tenía un jugador demás. Y eran amigos, muy buenos amigos y me la bancaban como unos genios la mayoría de las veces.
Estaba claro que me esforzaba por no ser tan malo, y en mi cabeza cuando planeaba las jugadas era rápido y me salían todas bien y sabía que hacer, pero a la hora de mover el cuerpo me respondía para cualquier lado y armaba cada desastre que ni yo entendía. Algunas veces no me la bancaban tanto porque a veces se jugaba contra los pibes de la vuelta de calle y claro, querían ganar... y entonces yo me dedicaba a contar los goles, comer un alfajor, y mirar. En esos momentos me acordaba de la cancha de bolitas y me agarraba esa cosa parecida a la nostalgia, porque encima ahí no era el último.
Los partidos eran sobre la calle la mayoría de las veces. Agarrábamos pedazos de ladrillo o cualquier otra piedra y marcábamos el centro y el área. Y acá está el porqué de que me tuve que quedar en casa. Los ladrillos en la calle de hoy a la mañana. Algunos pibes todavía saben jugar en la calle. Que no se pierda nunca. 
Desde la línea divisoria de manos de la calle contábamos los pasos para marcar con remeras o los mismos ladrillos la apertura del arco, y al final se jugaba Pan - Queso para elegir jugadores.
En esto del Pan - Queso yo me divertía y miraba ya que siempre quedaba para el final... por suerte desde chiquito tengo el don de reírme de mi mismo y pasarla bien con eso.
Jugar en la calle propone estar atento a cualquier eventualidad externa ya que puede pasar a los pedos cualquier gil y levantarte como sorete en pala aún estando atentos, entonces al grito de “autooooooooooo” rajábamos todos a la vereda.
Después de algunas años y de mucha práctica logré ser un defensor mediocre o un arquero cagón pero con suerte. No me quedó otra que intentar frenar a los delanteros con barridas prometedoras y sin efecto al principio pero efectivas y de guerrero con el paso del tiempo (como para no ir siempre al arco). Cuando iba al arco era tan pero tan cagón que me daba vuelta con los pelotazos fuertes y era con suerte... me pegaba en el culo, en la espalda, en las piernas, en cualquier parte y rebotaba hacia afuera. Fui ganando el título de arquero ojete, así me decían en la cancha, y hasta empezaron a creer que le daba suerte al equipo, claro que no era así y en cuanto se acabó la racha empezaron a meterme de a docenas.
Teníamos por desgracia en el barrio al típico viejo forro pincha pelotas de las anécdotas más populares. Don Pepe. Él era real. Todos queríamos que se vuelva a España y se lo decíamos, pero no le decíamos “Volvete a España o te vamos terminar metiendo de cabeza en la puta madre que te parió viejo de mierda!”. No. Nos conformábamos con “Volvete a España Viejo!”. 
El viejo nos pinchó 3 o 4 pelotas y nos robó 2. Si. Nos robó y nadie nos creyó. A la segunda pelota pinchada le dejamos todo el portón del garage marcado con todos los benditos rompeportones que pudimos conseguir. Y eran muchos. Ni hablar de las pintadas, escupidas, piedrazos y otras cosas que se nos ocurrieron las otras veces en las que el viejo de mierda ese nos dejó sin jugar.
Tuvimos la suerte de conseguir esos rompeportones un tiempito antes de la navidad y casi que dimos las gracias por la pelota robada porque nos brindó la posibilidad de la venganza. Y nos corrió, pero claro, era viejo y jamás pudo alcanzarnos.
Me acuerdo que una vuelta, cuando tenía ocho creo, estábamos jugando en la calle y yo estaba atajando con unas rodilleras malísimas, muy horribles. 
No eran rodilleras normales, estaban llenas de colores horribles, una combinación espantosa de verdad. Parecían rodilleras de las que usaban las chicas cuando andaban en roller pero me las había regalado mi abuela así que las usé igual. El tema ese día aunque no lo parezca no eran las rodilleras sino mi condición de indispuesto. Estaba en medio de una maniobra defensiva cuando me desgracié, y fué una desgracia con paloma de monte incluida. Una verguenza. A todos nos toca ser centro de burlas alguna vez o varias en la infancia y ese día fué mi día. En ese momento las rodilleras dejaron de existir y salí rajando a limpiarme el culo. Dos el mismo día, las rodilleras y cagarme encima. 
De a poco fui reemplazando el fútbol por el básquet, y en eso me di cuenta que si era bueno. Llegué a jugar de ala para un club en remedios de escalada y salimos campeones de la liga dos años seguidos. Tenía un tiro de 3 que a veces ni yo me podía creer. Campeón.
Abandoné todo vínculo al deporte a los 14 años. Nada de eso era realmente para mi. Jugar sí, pero hacer deporte?, ja! no señor.
Siempre encontrábamos el juego en cualquier lado. Uno le deja una piedrita a un pibe y con algo de imaginación se arma el mundo.
El grupo de los siete de la calle Bouchard ente Ferré y Hector Guidi en Lanús Este, no era la excepción, a las piedritas nosotros las usábamos por ejemplo para tirar con la gomera a cualquier cosa que se moviera...
Los juegos que se encuentran como a la inspiración son los que requieren un mayor compromiso con la aventura.
La inconsciencia infantil deja ver más allá, y por eso es que de grandes no jugamos tanto, a no ser que de a ratos dejemos ser a esa inconsciencia que en definitiva es parte de lo que somos. Pasa a veces, cuando tenemos hijos, que  se nos escapa a jugar con ellos, o la dejamos libre porque todavía somos amigos.
En la infancia todo estaba relacionado con el juego y el camino para llegar hasta ahí.
En primavera y crecen las hojas en los árboles, y las ramas, y las bolitas que tienen algunos árboles. Y llegan nuevos animalitos de Dios y nosotros a la espera. Quién no cazó mariposas alguna vez?
Arrancábamos ramas con buenas ramificaciones, les sacábamos la mayoría de las hojas, y estábamos listos para hacerlas mierda.
Llegaban de a montones y de todos los colores. Algunos tuvimos la suerte de vivir en una infancia que se poblaba de mariposas en primavera y verano. Ahora que lo pienso creo que todos los que fuimos pibes en los 80 contribuimos a que las mariposas se vayan extinguiendo o vayan encontrando escondites en donde no se las encuentre jamás. 
Los siete pendejos desubicados las esperábamos y cuando venían, zas! de un golpe caían de a montones y las juntábamos casi siempre en un pote de helado de kilo. Todas juntas, las de todos.
Luego de la cacería les sacábamos las alas y tratábamos de conservarlas pero éramos chicos y tampoco nos importaban tanto y al rato se arruinaban, y las tirábamos a la mierda. Al bicho sin alas lo tirábamos antes. La mariposa es un bicho demencial si se lo ve de cerca.
Con las bolitas verdes que habíamos sacado y separado prolijamente de las ramas que habíamos usado para cazar a las mariposas también jugábamos. Era algo un poco más peligroso pero que se le va a hacer. Era lo que tenía que ser. Le robabámos ruleros a nuestras abuelas, Ariel le robaba globos a su mamá del quiosko y listo, gomeras caseras y bolitas del árbol de la esquina para todos.
No armábamos grupos que jugaban a la guerra, no nos gustaba la guerra, era más bien como una mezcla entre la mancha y el quemado. Ja!, era todos contra todos hasta que se acabaran las bolitas o hasta que quede el último de pie y sin rendirse.
Varios salimos lastimados con ese juego. A mi una vez me dió una en el ojo derecho y terminé en el hospital con mi tío José que me llevó rápido y tratando de que no se entere mi viejo. Me limpiaron y me mandaron a casa con el ojo en compota. Mi viejo se enteró igual y salvo una gran cagada a pedos no pasó nada, zafé. A Juanca una vez le entró una en la boca y a gran velocidad, tanta que casi se nos muere del ahogo. Menos mal que había un vecino mirando sino, a la mierda con Juanca, muertito hubiera terminado. Después eran más bien golpes en el cuerpo que dejaban marcas. Así nomás era. En verano también estaba la guerra de bombuchas  que era espectacular. Todos los pibes. Chicos y chicas, desde los más chicos y hasta los veinte más o menos y a veces también los mayores. El barrio entero tirándose agua en baldes, bombuchas, jarras, ollas o cualquier cosa que estuviera a mano. Esos momentos eran los que te daban la seguridad de que las cosas buenas pueden pasarle a cualquiera que sepa encontrarlas. Ahora salís a la calle a tirarte agua con los vecinos y terminás con un piedrazo en la cabeza o peor, porque no te conoce nadie, o no conocés a nadie, o se te mete uno en la casa a afanarte mientras vos como un boludo tiras agüita a la gente.
Las marquillas de cigarrillos me tuvieron encantado absurdamente pero solo hasta que mi tío José, el que me había llevado al hospital con el ojo roto, me regaló su colección tremenda de latas de bebidas de todo el mundo... fuera las marquillas, adentro las latas. Tenía una colección que para mi era increíble, de  más de seiscientas que el hermano, mi otro tío, Domingo, le había traído de los países a los que había viajado. Con el tiempo se perdieron, no me acuerdo bien que pasó. Pasa la emoción, pasa la vida sin saber bien que fué lo que pasó. Así, siempre así.
Mierda que se está haciendo tarde, y yo medio en pedo tirado todavía acá. Y menos mal que me estoy acordando de como era jugar antes porque ahora me estan dando unas ganas de jugar tremendas y no de llorar, cosa que pasa cuando pienso en otras cosas menos agradables.
En invierno cuando llovía mucho, se inundaba todo. Hacíamos barquitos cada uno desde su vereda y los largábamos a que ellos encuentren la aventura ya que a nosotros no nos dejaban meternos en el agua mugrienta de la lluvia ni de casualidad. A veces nos escapábamos igual, lógico, si no lo hacíamos no éramos nosotros, y armábamos luchas en el agua. Manuel siempre ganaba, imaginensé lo que era si ahora mide como dos metros
Después de la lluvia y desaparecida la inundación, no sé de donde pero se asomaban unos sapitos diminutos del tamaño de una uña. Que bueno cuando aparecían! porque teníamos un nuevo juego.
En la puerta de mi casa había un árbol de esos en los que florecen unas bolitas chiquitas y moradas. Agarrábamos un sapito cada uno y el que le metía adentro la mayor cantidad de esas bolitas, ganaba. Después los tirábamos como a las mariposas pues ya habían dado lo suyo. La naturaleza provee la contención necesaria al niño para su actividad, y el niño la toma y luego la deja cuando ya es momento de cambiar. Sin remordimientos.
Eran muchos los juegos. Inventábamos todo el tiempo y muchos eran crueles pero no lo veíamos. Mariposas con el calor y Sapitos en el invierno murieron en cantidad. Ellos se metían en el medio de nuestras ideas.
Cualquier otro juego que se haya jugado fué ocasional. No se puede llegar a un número certero de la cantidad de juegos en la infancia de un pibe. Soldaditos, carreras de autitos, de carting con rulemanes, rasti, figuritas, lopa o rango según la edad, burlas a otros pibes, burlas entre nosotros, aventurarse en terrenos baldíos y salir corriendo al primer linyera que te cruces, rin raje, quemado, juntarnos a mirar dibujos animados, y hasta tomar la leche juntos.
Todo era juego cuando las cosas no olían a juego, pero no lo sabíamos, o sí, pero estábamos juntos y no nos importaba.
Me voy a servir otro y a tomarlo de un trago. Y me voy a dormir. A ver si se puede parar un poco con todo esto que estoy por llegar adonde no quiero.



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